Quizás
un relato sea la excusa para seguir contando vivencias de una pasión
palomera que tiene que ver con parte de mi vida. Cuando volví a la
afición, después de 32 años sin la paloma, estaba
por cumplir los 51. En el año 2000 empecé a soñar con el palomar que
tenía en mi casa paterna del barrio Don Bosco. Soñaba que subía a la
terraza con
la alegría de ver mis palomas, en especial un palomo inolvidable, el
Canela, pero cuando estaba frente a los bretes, estos estaban vacíos.
Como
una manera de traerme aquellos momentos felices de mi niñez y
adolescencia a la actualidad - terminaba el año 2000 - , fue que decidí
buscar el Canela para encontrar a través de él las ilusiones que son el
motor de la vida y que no deseo perder nunca a pesar de los años
vividos...y en esa búsqueda, y no por casualidad, me encontré con este
cuento...
El Canela
Sábado de mil novecientos sesenta y
tres.
Manteca, el alias que le adjudicó el tano
Mario por no atreverse a trepar al desocupado mástil de la placita donde se
jugaban los picaditos con la Pulpo, con arcos chicos, inventados a los pálidos e
inmutables bancos de granito, donde había que ser muy, pero muy hábil para
hacer los goles y muchas veces de lejos.
Manteca era un pibe de catorce años. Cursaba
segundo año del Comercial y desde hacía casi cuatro años criaba palomas
buchonas.
Nunca le habían gustado mucho las matemáticas ni la contabilidad por lo que buscaba algún paliativo mental que
mechaba entre logaritmos y balances con la cría de estas aves que lo entretenían.
En el barrio había unos cuantos
que cultivaban la afición; Pelusa, el
diarero, Virgilio el cuidador de la Canchita Maderera, que tenía palomos gorgueros,
todos de color blanco firmes. El Gallego,
un señor mayor, que veíamos siempre en camiseta que alguna vez debió haber
sido blanca y con su constante boina negra, que además de muy lindos buchones criaba unas palomas de grandes
carúnculas que nos decía eran mensajeras belgas. Otro criador era también
alumno del Comercial de Ramos que andaría por cuarto año y que criaba buchones muy bonitos.
Había más aficionados por los alrededores, generalmente personas mayores y también algunos más chicos que se
entusiasmaban y se ponían a criar, como Miguelito, todo un personaje parecido a
un pajarito. Las piernas de Manteca, que cuando se ponía los cortos hacían
recordar a Olivia, la amada de Popeye, eran dos columnas dóricas al lado de las
de Miguelito a cual las medias de fútbol, aunque se las pusiera de a tres pares
y sostenerlas infructuosamente con ligas, siempre estaban más abajo que los
botines. Eran como si las pobres se quisieran sostener sobre el palo enjabonado, aquel juego de
las itinerantes kermeses barriales. Manteca lo apreciaba mucho. Había también
un tal Ciraolo, amigo de Miguelito que se había entusiasmado con las palomas.
Su padre que era político, se comentaba, había sido tiroteado y muerto en su
casa.
Esas noticias eran para los chicos del barrio
anecdóticas, como los sucesos que desde Radio Colonia impostaba Ariel Delgado.
A los chicos les interesaban los picados en la placita y en la Maderera, mirar las series en blanco y negro, de
aventuras en la televisión, los dibujos animados, el Club del Clan, salir los fines de semana a intentar que de vez en cuando ligar la sonrisa de alguna jovencita.
Y a los palomeros ver sus palomos cruzando por
el cielo del barrio Don Bosco, ubicado en el Partido de la Matanza.
Manteca no tenía palomos buchones que se
destacaran como los de Virgilio, Pelusa o el Gallego.
A la tardecita, después de hacer las tareas
del Comercial y releer las lecciones de historia, geografía o zoología, - su materia preferida - subía a la
terraza para ver si ya estaban pateando los muchachos. Desde la terraza de
Manteca se podía observar parte de la canchita Maderera. Cuando en el arco que
daba de espaldas a su casa estaba ocupado por algún émulo de Roma o
Carrizo, se suponía que “había
pelota”, entonces ir a patear era parte impostergable del deportivo ritual.
En esas tardes formaban parte del cielo
futbolero los palomos gorgueros de Virgilio que volaban y se posaban sobre el
tanque de agua de su casa, la sencilla casa del canchero, siempre de punta en blanco como sus palomos y las marcas de cal que redibujaba con su magullada
regadera. La carga
inmaculada, revuelta hasta el
fanatismo, la llevaba en un tacho abollado sobre la carretilla destartalada
cuya rueda metálica le chirreaba la falta de grasa, los sábados a la mañana, sobre el césped inconcluso de la canchita.
Otras veces, sentido del viento de por
medio, se escuchaba el plá plá plá plá del palomo Overo de Pelusa que batía alas a la conquista de alguna criolla. Pelusa vivía a media cuadra. Su casa
se veía perfectamente desde la terraza de Manteca y la mayoría de las veces, al
descubrirse, con los brazos en alto se adivinaban los saludos.
El overo, era también famoso en el barrio,
Pelusa se lo había comprado a un cliente de él que vivía cerca de la estación
de Ramos Mejía por donde solía hacer el recorrido en su bicicleta de reparto,
seguramente añorando en el trayecto su época de ciclista. Manteca lo fue a ver
correr un par de veces, pues todavía Pelusa seguía despuntando el entusiasmo por
las carreras de bici. En esas reuniones sólo se escuchaba hablar de tubos,
cambios, cuadros, pelotones y afines, con la infaltable presencia de Chuenga, un verdadero
personaje que le endulzaba la tarde a los presentes, incluso a los que se
llevaban alguna que otra peladura en su humanidad.
En ese tiempo, había un palomo que les quitaba el
sueño a todos los palomeros del barrio,
era el Negro del Gallego.
Manteca se detenía hasta en los picados de
la placita cuando pasaba el Negro, verlo volar, armarse, planear sobre los palomares del barrio y
volver a su exclusiva atalaya, la
torre de Matías. Una torre que remataba en un pico donde ese oscurísimo palomo era el único rey.
Ningún palomo buchón paraba en ese lugar
como si respetasen ese trono por demás inalcanzable y reservado al ejemplar de
la más noble y brillante estirpe.
La torre de Matías quedaba a una cuadra y
media de su casa.
Manteca quería llegar a tener un palomo de esos y estaba ahorrando las monedas para comprarle al Gallego un palomo, de ser
posible, parecido. Le faltaban algunos centavos para reunir la cantidad necesaria. Ese sábado del sesenta y tres a la
noche, no podía dormirse. Al otro día iban a venir de visita la abuela Lucía de
Saavedra, madre de su mamá Elisa y
su tía Maruca a comer a su casa y el hecho lo hacía sentir como en víspera de
Reyes.
Manteca tenía gran cariño por su abuela y su
tía, estaba casi seguro que ellas iban a ayudarlo para completar el faltante que
lo iría a convertir en poseedor de un palomo de esos.
El sábado a la mañana se despertó mucho más
temprano y a cada rato salía a la vereda a mirar si por la calle Colombia,
pasando como tres cuadras la casa de Matías, el de la torre, venían las dos reinas magas de visita y en
su ayuda…
Después de los besos
perfumados, con esa fragancia tan particular que usaba la abuela Lucía y con
las monedas contantes y sonantes que iban a realizar las ilusiones postergadas por varias semanas se fue corriendo a la casa del Gallego.
De pronto, algo agitado, se encontró siguiendo a ese
señor robusto de andar cansino, con
su camiseta casi blanca y su boina negra a través del patio emparrado, rumbo al
fondo de la casa donde se escuchaba el arrullo de las palomas, que parecía lo
estaban recibiendo y vivando por su logro. Iba a tener en su palomar un buchón
de los buenos.
El Gallego va a una de las jaulas y saca un palomo que a Manteca le pareció de un color singular, que nunca
antes había visto. El Gallego le dijo que era un palomo joven de tres meses que
ni bien se aquerenciara a su nuevo palomar lo iba a poder volar.
Así fue que Manteca, después de pagarle al Gallego volvió corriendo a su casa sosteniendo con cuidado al palomo en sus manos.
Cuando llegó lo mostró orgulloso a su
madre, abuela y tía, la cual le dice: -¡ Qué lindo, es un canela ! -.
Así fue que la tía Maruca lo bautizó
cromáticamente para siempre, el Canela.
Al tiempo el Canela empezó
a hacerse conocer en el barrio entre los criadores. Los plá plá plá plá del Overo de Pelusa empezaron a
mezclarse con los del Canela que en su jaula, tal vez, no era tan llamativo, pero que
cuando volaba no tenía nada que envidiarle a ningún palomo de la zona. O sí, al
famoso Negro del Gallego.
Manteca no sólo se desentendía del picado para ver al Negro, ahora había en el cielo otro color para disfrutar.
Pasó el tiempo, en los
años sesenta el tiempo no pasaba tan rápido. Durante esos años consiguió otros palomos muy lindos. Llegó a
tener el Overo de Pelusa que le cambió por pichones de un Chocolate que le compró al cliente de Pelusa,
el cercano a la estación de Ramos Mejía. Pero como el Canela no
volaba ninguno de esos palomos.
Era la época donde la secundaria y las
chicas , más que nada estas últimas, requerían más dedicación.
Cierto día se produjo en la vida de Manteca
la concreción de un encuentro, una jovencita había despertado su interés y necesitaba algún dinero, por lo menos para el colectivo y la
coca. Y no tuvo mejor idea que llevar a la pajarería al único palomo que sabía le iban a comprar, el Canela.
Seguro esa cita era muy importante para tal
acción, pero haber vendido al palomo no la justificaba. Ya era tarde. Se sintió
muy mal y durante un tiempo se la pasó mirando al cielo pero sólo veía al Negro
del Gallego floreándose, ahora sin competencia, en la torre de Matías, desde donde se lanzaba a sus
seductoras incursiones aéreas en busca de palomas perdidas...
Después de tres o cuatro meses, durante el picado de la Placita del solitario mástil, Manteca se quedó inmóvil
mirando al cielo, como si de pronto se hubiese olvidado la jugada que quería
hacer, como si un intenso calambre le hubiera paralizado todo el cuerpo. Cuando
vió que una paloma de un color parecido al que estaba acostumbrado a ver en las
alturas, pero sin buche, ni postura, se precipitó literalmente en su terraza. -
¡El Canela! - gritó, y salió corriendo como si el pase gol hubiera sido para el lado de su casa.
Cuando subió a la terraza, vió en el
casillero del palomar que quedó vacío al Canela, flaco, sucio, como si hubiera estado criando.
Hambriento y sediento. Vaya a saber de donde vendría...
Manteca lo agarró, lo
miró cuidadosamente y se lo puso en el pecho como queriendo pedirle perdón por
tan alta traición. Lo acarició y lo vovió al casillero para que siga saciando
su hambre, su sed y el gusto de haber encontrado su antigua
querencia.
Fue increíble como el Canela lo sedujo de
nuevo a retomar la afición. Pronto lo volvió a ver volar, ya repuesto, con su color entero,
tragándo aire y mirando para la torre de Matías.
Cada vez que emprendía el vuelo el Negro,
rápidamente el Canela ya estaba en el aire, armado, fuerte y seductor, lo que
hizo que Manteca le construyera un brete con trampa, cosa que hasta el momento
no había hecho. En el barrio no se
competía para ver quien atrapaba más palomas, sino por cual palomo estaba más tiempo volando. Pero
ese día cambió de parecer porqué desde siempre, todos querían cazar al Negro del
Gallego.
Naturalmente el Canela se apropió de su nuevo
habitat y demostró de verdad ser tan seductor como volador.
Pero el gran momento fue una tarde en que
Manteca estaba estudiando en la cocina de su casa mientras su madre Elisa planchaba,
cuando escuchó el plá, plá, plá, plá del aleteo del Canela, el único palomo que tenía suelto y no
supo porqué, casi arrojó el libro de zoología sobre la mesa y subió a la terraza alternando escalones
como si la gravedad no existiese.
Y lo que vio se asemejó a un maravilloso sueño, alguna vez soñado
despierto. El Canela venía planeando y el Negro del Gallego lo seguía. Ambos
dieron unas vueltas pero rápidamente el Negro volvió a su trono y el Canela a
la pared de la terraza.
Frente al palomar,
Manteca tenía una especie de altillo con una puertita de tres hendijas para ventilación , por las cuales se veía sólo el piso del
palomar, pero entreabriendo la puerta, se podía apenas atisbar la trampa donde
“trabajaba” el Canela. La trampa no tenía ningún hilo para cerrar la red, sólo
había que esconderse en el altillo, espiar por la puerta entreabierta y ni bien
entrara una paloma a la misma, salir lo más rápido posible y tapar con las
manos el espacio libre a fin de atraparla. Realmente en el barrio, todos eran
conocidos y jamás se capturaban las palomas entre si, por eso la trampa no
se había terminado.
Manteca se escondió en el altillo y a través
de la puerta veía como el Canela comenzaba a ponerse nervioso y a tragar
aire. Se acordaba de las lecciones de zoología sobre las palomas por lo de los
sacos aéreos y se imaginaba que los estaba llenando de aire para alivianarse.
Oyó a la distancia el aleteo del Negro a la
vez que el Canela levantó vuelo. Salió de su escondite y asomado a la pared vio
que los dos palomos se dirigían hacia él. El Canela adelante y el Negro que lo
seguía.
Manteca volvió a su escondite como cuando en
las series blanquinegras de Combate
empezaba el tableteo de las ametralladoras y en vez del silbido de las
balas, sintió como el Canela bajó y arrullando sin interrupción entraba en la
trampa, salía y vovía a entrar.
Manteca deseaba ver a
través de la ínfima abertura para no espantar al Negro, el Canela seguía arrullando sin parar y era imposible ver si
el palomo había bajado. De pronto entreabriendo un poco más la puerta se le ocurrió mirar
hacia el tanque de agua, dos metros sobre el palomar y allí lo vio, arrullando,
con su buche negrísimo y tornasolado como de seda. Entrecerró de nuevo la puerta dejándo un resquicio ínfimo para
ver la trampa. El Canela seguía
llamando desde adentro, se escuchó un corto aleteo y el Negro bajó hacia la
boca del cajón. El corazón de Manteca quería también salírsele a volar y cuando
vio que el Negro entró en el cajón, abrió la puerta y se lanzó hacia el.
Cuando agarró al buchón la sensación fue de plena felicidad, con el palomo que
parecía sólo hecho de plumas, liviano, etéreo, como que se le iba a escurrir de
entre los dedos, pero a su vez tranquilo y seguro de que había caído en buenas
manos. Manteca se despertó de un lindo sueño que se disfruta dos veces. Cuando
se sueña y cuando se hace realidad. Comparó al Negro con el Canela y ya no le pareció tan lindo. El Canela lo miraba orgulloso,
arrullando y como satisfecho de su faena, obsequiándole a su dueño el regalo con el cual
había soñado durante mucho tiempo. Como si se lo hubiera prometido. Como si
hubiera vuelto al palomar para concederle esa gran alegría.
Al Negro lo tuvo un día en el
palomar, pensando a cuantos le iba a contar y mostrar la hazaña del Canela.
Pero al segundo día se lo devolvió al Gallego que con un frío gracias, se lo llevó hacia el Palomar del fondo sin una palabra más.
Manteca se quedó con las ganas de decirle que se lo había cazado con el mismo palomo que él mismo le había vendido. El Canela.
Durante un tiempo la torre de Matías quedó sin su brillante Negro. Quizás ésta lo haya también extrañado.
El Canela siguió haciendo de las suyas con
toda la libertad que se supo ganar.
Inexorablemente los años pasaron y con ella
la infancia y la adolescencia. Cuando Manteca entró al servicio militar y las
obligaciones en la vida, lo empujaron a cambiar gustos y costumbres, en realidad,
esa realidad fue la que se convirtió en un sueño y cuando se despertó nunca
supo qué había pasado con su palomar en la casa paterna, ni con sus palomos y por consiguiente, con el Canela.
Dice una persona que lo conoce bien que
Manteca anda por las calles mirando siempre hacia arriba. Muchas veces esa
persona que lo conoce bien, le pregunta -¿Qué buscás mirando al cielo?- A veces, y cuando tiene ganas, Manteca le confiesa, sólo a esa
persona que lo conoce bien...
...Estoy buscando el Canela.
Fin